Miércoles recién levantado de la cama. Casa de mi abuela Isabel en Tánger. Muy al principio de los años setenta. Día sin clase en el colegio, como todos los miércoles en la escuela francesa Dufour. Y el olor, siempre el olor a sfench. Aicha había llegado a la casa, portando en su mano la tirilla de esparto que ensartaba por su agujero a esa colección de buñuelos de masa parecida a la de los churros. Y es que mi abuela, como buena algecireña, hacía del rico churro una patria familiar.
En las ocasiones en que volvimos a Tánger, mi padre y yo hacíamos lo indecible para encontrar un local donde los vendieran y poder degustar una vez más uno de aquellos sabores que conformaron nuestra memoria tangerina.
¡Un aliciente más para visitar Tánger, señores!