Como cartel de una tienda de informática en la localidad malagueña de Coín, tendría un pase. Para los más anglófilos, amantes de la literalidad, no pasaría de ser «un poquito de moneda».
Pero es bastante más serio que todo eso. En 2009 y surgido de las tinieblas (está por conocer quién o quiénes la sacaron al mercado), apareció una nueva moneda que no pertenece a país alguno, que no controla ningún organismo financiero (aunque eso, a la vista de cómo ha quedado el mundo tras la crisis financiera, ya es lo de menos) y que como la «falsa monea» de la copla, que de mano en mano va y ninguno se la queda. Más por nada porque es digital, como los apuntes de nuestro dinero en el banco, y no existe su versión para llevarla en el bolsillo.
El debate se abre porque, por un lado, están quienes abominan ya del papel de los bancos que ven en esta «criptodivisa» una manera de eliminar intermediarios y agilizar las transacciones. Pero también se encuentran quienes han encontrado en esta manera de operar las finanzas un filón para cometer las fechorías de siempre pero con nuevos modos.
Si a ello se une su inestabilidad de valor, un día vale 400 y al otro 3000 dólares, estamos ante un señuelo para ver hasta qué punto la gente es capaz de entrar a tontas y a locas en este sistema. A veces parece que la crisis que sufrimos, sigue sin producir aún las lecciones suficientes para muchos ciudadanos de este mundo. En esa labor está embarcado El Tomoscopio de Mimbre también.
Ahora bien, al que la lección le ha hecho zasca en toda la boca ha sido al «bacalao» protagonista de la noticia aparecida hace poco por deshacerse de un portátil obsoleto sin caer en la cuenta de que había acumulado una cantidad significativa de bitcoins en su disco duro.