Imagínense esta escena: 1942, II Guerra Mundial, Oceáno Pacífico y los japoneses se han hecho fuertes en el enclave estratégico de la Isla de Guadalcanal. El alto mando aliado (mayoritariamente estadounidense) está reunido para diseñar una campaña de desembarcos que revierta el curso de los acontecimientos.
En una de las múltiples lluvias de ideas que se producen para valorar las diferentes estrategias a seguir en pos de dicho objetivo, llegado el momento de establecer qué código criptográfico se emplearía en las comunicaciones de la llamada Operación Watchtower, salta la liebre: el euskera.
No cabía duda que el idioma elegido era complicado de narices para las nipones (y para cualquiera, dicho sea de paso). No obstante, alguien puso encima de la mesa que al tomar una decisión como esta, corrían un serio riesgo. ¿Y eso por qué? Hiroshima tenía censados por aquellas fechas alrededor de treinta y cinco jesuitas vascos. Y por si fuera poco tanto en Manila como en Shanghai, ciudades bajo control del Imperio del Sol, residían bastantes jugadores de cesta-punta haciendo sus particulares Asias. Como al ejército japonés se le ocurriera echar mano de tanto vasco por la zona, peligraba bastante el secreto de las comunicaciones de una batalla que acabó durando cerca de un año.
El Tomoscopio de Mimbre incluyó en las páginas de la novela este curioso episodio real que tan trascendente fue para el devenir de la II Guerra Mundial.