Debo reconocer que no fui un seguidor temprano de la saga cinematográfica Bourne. Mi primer contacto con ésta vino una tarde de sofá y flojera frente al televisor que en ese momento emitía El caso Bourne.
La siguente, El mito de Bourne, ya me pilló en una butaca de cine y dispuesto a dejarme llevar por una aventura que iba más allá de una película de acción al uso.
Pero cuando se produjo mi vínculo emocional definitivo con esta historia fue en la tercera entrega. Por el tráiler ya conocía que El Ultimatum de Bourne tenía una parte de su trama ubicada en la ciudad de Tánger.
Lo que no me esperaba ni por asomo al entrar en la sala, es que uno de los momentos cumbres de la película ocurría justo debajo de la casa en la que viví en aquella localidad. Pero además el coche que estaban a punto de volar por los aires salía del garaje donde mi padre guardaba el suyo.
¡Qué pequeño es el mundo a veces!